Los dos sabios
Por: Enrique de Luque Palencia
Bien, el ambiente era propicio para el inicio de la parranda, tal como todos los sábados, después de las cuatro de la tarde, cuando el sol disminuye su intensidad y, lentamente como todo en el pueblo, se entrega a la noche. Desde las áridas sabanas, parecía como si la tierra se lo tragara.
Debajo de los frondosos matarratones, los habituales contertulios iban llegando uno a uno, asistiendo a la cita casi religiosamente. Se acomodaban en las mecedoras Momposina o tahúrtes, sillas de madera con respaldar y asiento de cuero crudo de vaca. Los temas eran variados, cada uno llevaba en su mochila o libreta anotaciones personales o recuerdos, y de esta manera se formaban debates políticos, deportivos, sobre infidelidades, peculados, en fin, era un lugar especial para aumentar el conocimiento sobre la vida rural, cotidiana y difamatoria.
Entre sorbos de tragos y cerveza, los comentarios se entrelazaban y cada cuento se convertía en una larga historia, generalmente con un final feliz.
Ese sábado llegó él, acudía muy poco a la cita debido a sus responsabilidades y compromisos familiares, aunque otros afirmaban que era porque su mujer lo tenía dominado. El maestro estaba en problemas, con casi dos metros de altura, y una mujer de metro y medio lo manejaba a su antojo. Apenas lo dejó venir hoy.
A duras penas llegó a cursar hasta quinto de primaria. La dura y normal existencia de la vida, con todas sus oportunidades, como les ocurre a todos, fue marcando el camino de su proyecto de vida. Pasó de usar pantalones cortos a largos, y con ellos se convirtió en un hombre dispuesto a trabajar. El sector en el que desarrolló su actividad no fue elegido por él, sino que fue una herencia laboral de su padre y varios tíos paternos.
Este hombre, hoy en día viejo pero en el pasado lleno de energía, destacó por su habilidad y competencia, envidiables para cualquier profesional en la actualidad. Poseía valores imbatibles, un excelente sentido social, servicio y un fino sentido del humor, o mejor dicho, era un experto en hacer chistes, con salidas muy acertadas y bien construidas, siempre con elegancia, lejos de las ofensas y malas intenciones.
Alto, fuerte, elegante, cuidadoso al hablar y con modales exquisitos, amante de la vida y del trabajo, todavía mantiene su filosofía de vida. Cada vez que uno de sus hijos o nietos llega a su casa quejándose de lo duro que es el trabajo o diciendo que se esfuerza mucho, él dice “trabajar es sabroso” y lo mejor es que puedes vivir de ello. Luego guarda silencio y fija la mirada en la nada.
Llegó al pueblo como un forastero, en una época en la que llegaron muchos guajiros. Aunque él no lo era, sus rasgos y apariencia se asociaron con los guajiros en el pueblo. Fue así como conoció a la madre de sus hijos, en una oficina de venta de seguros. Él había ido a comprar una póliza para el contrato de una obra civil.
Dejó su tierra natal con el único propósito de realizar la obra y regresar a su amada tierra, bordeada por el mar Caribe y protegida por la Sierra Nevada. Lo dejó todo por la ribereña, cambiando las aguas cristalinas y azuladas del mar por las turbias aguas del río grande de la Magdalena.
Se estableció en el pueblo, se casó con la vendedora de seguros y fruto de esa unión matrimonial tuvieron cuatro hijos. Llevaban 65 años de complicidad en su matrimonio y su primogénita completaba el hogar, así que en realidad eran cinco retoños. Todos ellos fueron profesionalizados con disciplina, dedicación y mucho amor.
Para convertirse en maestro de obra con solo haber cursado hasta quinto de primaria, tuvo que recorrer un largo camino. Pasó de ser ayudante de albañilería hasta obtener la certificación como maestro de obra, una certificación que hoy ostenta con orgullo. Su carrera ha sido tan brillante que no solo leía e interpretaba los planos arquitectónicos, sino que también los dibujaba y diseñaba viviendas. Se convirtió en el arquitecto, el ingeniero civil del pueblo, de manera empírica, lo cual tiene un gran valor.
Dedicado a su familia, bebía muy poco. El fruto de su trabajo iba destinado a la manutención de su familia. Sus conversaciones giraban en torno a sus queridas construcciones y al deporte, especialmente el baloncesto, que él practicaba mucho y era un gran jugador.
Sus hijos crecieron y él, desde el silencio de su sabiduría, disfrutaba y se regocijaba con los logros de cada uno de ellos. Eran los mejores en sus respectivas áreas, y él solía decirlo de manera jocosa: “cada niño con su boleta”.
Aquella tarde, cuando el asfixiante calor dejaba paso a los mosquitos, estaban todos reunidos como de costumbre, compartiendo temas y vasos de licor, tanto los bebedores habituales como los ocasionales como el maestro de obra. Debajo de los árboles, entre risas y canciones, transcurría la parranda.
Hasta que en la conversación surgió un tema que solo los médicos presentes dominaban. Hubo entonces un derroche de inteligencia y conocimiento por parte de los galenos, quienes hablaban en un lenguaje técnico y preciso sobre cómo realizar intervenciones quirúrgicas, técnicas de asepsia, trombos y casos terminales de cáncer.
El maestro tomaba largos sorbos de cerveza para mitigar el calor, sin intervenir en la conversación, hasta que uno de los participantes lo miró a los ojos e, interpelándolo de manera sarcástica en voz alta para que todos lo escucharan, le dijo: “Maestro, usted solo bebe y no opina nada sobre este tema tan importante e interesante”.
El maestro contestó en un tono firme, sin apartar la mirada: “No sé nada de lo que ustedes hablan, por lo tanto no puedo opinar”.
El médico alzó aún más la voz y dijo: “Es cierto, maestro. Perdón por olvidar por un momento que usted es un ignorante, perdón, un maestro de obra”.
El viejo, siempre tranquilo, honrando su formación de no responder con agresiones y enseñando más con el ejemplo que con discursos, le dijo: “Tiene razón, doctor. Pero, como enseñanza para todos los sabios en esta parranda, ya que usted es un erudito, un científico, un derroche de conocimiento e intelectualidad, le voy a poner una tarea para que demuestre aquí toda su sabiduría. Voy a traer cien ladrillos, voy a preparar la mezcla de arena, cemento y agua, y le prestaré mi pala y mi nivel. Usted, en su universo de sabiduría, construirá un muro”.
El silencio se hizo más agudo, la tensión aumentó y el desafiado cambió de color. Con ironía y miedo en su voz, dijo: “Yo eso no sé hacerlo”.
El maestro soltó una sonrisa iluminada y, levantando la voz tan grande como él era, dijo: “Qué pena, se me olvidó por un instante que usted es un ignorante, perdón, un sabio médico”.