Cuento

El Cuento del Domingo: “La cortina”


Autor: Enrique Antonio De Luque Palencia

El nudo de la cortina persiste en el baño del patio trasero de la casa. La luna llena revela los colores desvanecidos por el dolor y las lágrimas derramadas. Continúa balanceándose como un péndulo, marcando el devenir del tiempo y de los recuerdos. El aroma estéril que emana refleja fielmente su significado.
“Es solo un niño”, repetía la madre al padre al escucharlo hablar. “No debes llenarle la cabeza con esas cosas. Los hombres son hombres”, afirmaba él. “No tienen que demostrar nada a nadie. Y si lloran y piden perdón, también se arrepienten; tú más que nadie lo sabe.” Replicaba la madre.
Deja de darle tragos para convertirlo en un macho remacho y mucho menos insinuarle que, a los trece años, debe visitar el bar y mezclarse con esas mujeres de la vida fácil. Enséñale que los hombres deben respetar a las mujeres, que no deben dejar hijos regados por ahí, y que la palabra tiene un valor incalculable. Para ser grande, hay que cuidar el nombre, no la sexualidad.
En esas discusiones bizantinas, donde los hijos escuchaban desde su inocencia, llegaron los trece años de Antonio, el momento de definir su rumbo masculino según la filosofía, creencias y cultura de su padre. Llegó el instante de demostrarle a la madre, a la hermana y al pueblo de qué estaba hecho el hijo de Evaristo: un macho remacho con hijos dispersos por la comarca, reconocidos no por apellidos, sino por su parecido físico y la confesión de madres resignadas.
Padre e hijo salieron de la casa rumbo al bar, con la mejor apariencia para engalanar el acontecimiento. Llegaron, pidieron una botella de ron. Evaristo llamó a una mujer, presentó a Antonio con orgullo y se lo entregó para ser iniciado en el mundo de los hombres. Lo que nadie sabía, y menos aún el padre, es que el niño no solo conoció los placeres de la mujer; perdió su virginidad sin sentir vergüenza alguna. Fue mucho más allá y, en su inocente valentía, probó las drogas.

Desde ese momento, Antonio fue otro, dormía de día y de noche se entregaba al mundo de las drogas. La madre le reclamaba al padre; feliz, él hacía alarde de la hombría de su hijo. Las hermanas extrañaban al niño de la casa y sufrían en silencio. Un presentimiento extraño se apoderó de las mujeres de la casa después de ver cómo el día se convertía en noche, en el momento en que el sol avisaba que eran las doce meridiano. La madre dijo: “Esto es mal presagio, como si nos estuvieran advirtiendo que estaremos de luto toda la vida.”
El tiempo comenzó a develar la realidad y a darle la razón a quien la tenía. Las pérdidas de dinero, de las escasas joyas de fantasía y de oro, las vasijas, todo se esfumaba. Hasta que descubrieron al ladrón: Evaristo expulsó a Antonio de la casa. Nada valieron las súplicas de las mujeres. “Se va y ya”. la madre grito desesperada, qué haces, ¿En donde va a dormir?, ¿Dónde va a comer? ¿Dónde se bañará?, Ese es problema de él. Antonio partió con lo que tenía puesto.
Con la complicidad de la noche, el amor de la madre y de las hijas, dejaban la puerta del traspatio entre abierta, la cortina del baño que, hacía las veces de puerta, le realizaban un nudo, al lado del baño del lado derecho y tapada con hojas de bijao estaba la comida guardada en porta, dentro del baño una toalla limpia y debajo de la jabonera una que otra moneda, reunidas por las mujeres de la casa, la felicidad de la madre y las niñas era ver todas las mañana la cortina desamarrada, una señal inequívoca de que Antonio llego a casa
Así que en cada despertar la mirada siempre se dirigía al traspatio, para luego de un largo suspiro elevar la mirada el cielo y agradecer, con estas palabras “gracias señor, mi hijo anoche nos visitó.” Evaristo no alcanzo nunca a entender esa mirada angustiosa al levantarse su mujer y sus hijas, ellas miraban siempre hacia el traspatio desde las ventanas de sus cuartos.
Una mañana de fresco invierno, se levantaron miraron hacia la ventana, observaron el nudo de la cortina, se vistieron de negro.

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