Crónicas Opinión

Necesitamos bestias así 

Por: Ramiro Díez V.

Sucede en Colombia, en la Costa Caribe. Pero no es un cuento macondiano, aunque pudiera serlo. Allí, Luis Soriano, amante de la literatura, cargó un burro con sus libros, lo llamó “Biblioburro” y decidió recorrer los lugares más pobres, donde la gente ha vivido huérfana de letras. De aldea en aldea, con calores agobiantes, por caminos polvorientos, cuando viene el “Biblioburro” cargado de libros, los niños y los viejos tienen su fiesta. Allí, donde nada existe, ellos ya han leído Cien años de soledad, Pedro Páramo, novelas de Steinbeck y hasta resúmenes de El Quijote, entre otros.

El “Biblioburro” empezó con 70 libros y gracias a donaciones ahora tiene casi 5.000, que van rotando y prestando de choza en choza, donde lo esperan cada día con ojos cada día más felices e inteligentes. La idea ha sido tan exitosa, que ahora hay otro campesino ayudante que a veces suelta el azadón y recorre la zona con otros libros, gracias a que la flotilla de burros también empieza crecer: ahora son dos, con caras de animales inteligentes.

Pero hay sorpresas. Cuando la gente empieza a leer, también se torna crítica. En una madrugada, cerca del municipio de Aguachica, el “Biblioburro” de Luis Soriano fue interceptado por dos encapuchados que le ordenaban detenerse. Parecían jóvenes. “No traigo plata”, -dijo Luis- “Y nosotros no tenemos armas”, -respondieron los asaltantes en tono severo- pero a la vez tranquilizador. -“No te vamos a hacer nada- -Solo queremos revisar los libros- . Cuando encontraron una obra de un autor de autoayuda, le dijeron que ojalá no le dieran a leer eso a la gente de la región. De todas formas, le devolvieron el libro. Y agregaron: -“No jodas al pueblo con eso, carajo-…eso es filosofía melcochuda, engañosa…mejor préstales estos otros…” Entonces le entregaron El Viejo y el mar, de Hemingway,  y tres novelas ecuatorianas: Huasipungo, Las cruces sobre el Agua, y Polvo y ceniza”. Nosotros aprendimos a leer contigo, compadre, -le dijeron- Le dieron las gracias y, sin quitarse la capucha, al galope, se perdieron en el monte.

Me contaba Luis Soriano que, cuando aquellos extraños asaltantes se marcharon, entre el pajonal y los arbustos quedó como una luz que mostraba el camino.

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