Lágrimas negras
Por Medardo Arias Satizábal
Dos hitos poéticos en la: “Oye bajo las ruinas de mis pasiones/ y en el fondo de esta alma que ya no alegras/ entre polvos de ensueños y de ilusiones/ yacen entumecidas mis flores negras…”, escribió el poeta colombiano Julio Flórez en 1903, sin saber que en Cuba, en 1929, Miguel Matamoros daría a conocer su bolero son ‘Lágrimas negras’, interpretado hoy por El Cigala y otros cantores.
En febrero pasado se cumplieron 155 años de la muerte del poeta en Usiacurí. Vio ‘la luz primera’, en Chiquinquirá, en 1867, cultivó las formas cordiales del ejercicio literario y quedó en la memoria del país como uno de sus románticos más representativos.
Flórez, hijo del médico y político liberal Policarpo María Flórez, quien fuera gobernador de Boyacá, y de Dolores Roa, se aficionó a la poesía francesa; leyó a los simbolistas, a Baudelaire y Stéphane Mallarmé, y adaptó esas formas del verso a los yermos y cementerios de Colombia.
Para quienes nacimos en el lindero de la segunda mitad del Siglo XX, Flórez siempre estuvo ahí, desde los textos escolares y en ediciones pobrísimas, muchas veces alteradas por entusiastas editores.
Panteón que se respete en Colombia, tiene siempre una tienda en las afueras, llamada ‘La última lágrima’, donde van a parar los deudos con la intención de calmar la pena con tragos de aguardiente.
En la del puerto, habitaba un zorzal de guitarra y corbatín, que cantaba siempre, al oído de las viudas, ‘Mis flores negras’ o aquel clásico de calaveras y adioses conocido como ‘La cama vacía’.
Siempre que asistí a un funeral, Julio Flórez estuvo ahí. Conoció bien los fastos de la muerte, y en sus versos reconocimos temprano las sombras ‘luctuosas’. Tres imágenes afloran con el nombre de Flórez: La Gruta Simbólica, aquel grupo de bardos que, según registros policiales de Santa Fe de Bogotá, “asaltaban los cementerios para violar las tumbas y beber ajenjo en el cráneo de las que fueran bellísimas mujeres…”.
La segunda tiene que ver con aquel cuarto de angustias en el que el poeta vivió en la capital, donde conservaba, prendida de un clavo, la corona de laurel que le había sido ceñida en la testa por sus compañeros de generación, la que lo convirtió en una especie de Dante colombiano.
La tercera, inevitablemente, apunta a sus últimos días, los del olvido en la costa, cuando sólo unos pocos camaradas lo visitaban, para repetir con él… “Miradme con amor eternamente/ ojos de melancólicas pupilas/ ojos que semejáis bajo su frente/ pozos de aguas profundas y tranquilas…”.
Este aniversario me lo recordó Gabriel Ruiz, quien tuvo la gentileza de obsequiarme ‘Todo nos llega tarde’, la biografía escrita por Gloria Serpa-Flórez de Kolbe, fundamental para conocer los avatares de la poesía colombiana al inicio del pasado siglo.
Mis flores negras y lágrimas negras, marcan dos hitos en el romanticismo americano. La primera, flor de panteón, convertida en pasillo ecuatoriano, en sonata inconclusa de ebrios adoloridos. La segunda, cantata dramática de lo que pasa cuando el amor es tocado por el abandono. Es la compasión del corazón, del que perdona: “En vez de maldecirte con justo encono/ en mis sueños te colmo de bendiciones…”.
La pena negra, los heraldos negros de Vallejo, la boda negra, la negra María Teresa de Salazar Valdés, Navidad Negra de Martán Góngora, o aquel poema de Hughes, traducido al francés, “Je suis nègre, nègre comme les profondeurs de mon Afrique…” (Yo soy negro, negro como las profundidades de mi África…”), la negra negrura de la negrería de la que hablaba Guillén, o estas flores negras de Flórez, son el telón de brea para una cosecha de estrellas. En esa oscura poesía, hemos bebido agua clara.