Que Samara y Alejandra nos perdonen
Samara, en Barranquilla, y Alejandra, en Cartagena, fueron asesinadas por criminales, con pocas horas de diferencia. Una vez más queda claro que el Estado no es capaz de garantizar ni la vida ni la seguridad de sus menores de edad. Absoluto fracaso.
De lejos, el asesinato de Samara Cerpa, de 14 años, cuando regresaba a su casa del colegio en un bus de transporte público, es uno de los hechos más repugnantes registrados recientemente en Barranquilla. Y mira que resulta difícil valorarlo así. No tanto por lo que este miserable crimen encierra en sí mismo: la infame aniquilación de una existencia que apenas despuntaba, sino porque este 2022 pasará a la historia como un año demoledor en el que la criminalidad ha campeado a sus anchas en la ciudad, el área metropolitana y el resto del departamento, esparciendo sin distingo ni consideración alguna sus peores lacras.
El repertorio es, ciertamente, macabro: masacres, desmembramientos, torturas, extorsiones homicidas y otras monstruosidades del tamaño de una catedral imposibles de disimular ni pasar de agache. A estas alturas, todo resulta una gran vergüenza.
Samara no debía morir. Tampoco Alejandra, la niña cartagenera de 10 años que quedó herida en el atentado sicarial dirigido, aparentemente, contra su padre, Jaime Antonio Llorente, quien también falleció en el hecho. Ambos episodios, absolutamente deplorables, dejan al descubierto la extrema vulnerabilidad de tantos inocentes, buena parte de ellos mujeres y menores de edad, que por activa y por pasiva terminan siendo víctimas, directas e indirectas, de las mafias criminales.
Es realmente inaceptable que los ciudadanos deban asumir que tras cruzar la puerta de sus casas queden expuestos a ser blanco de la inseguridad reinante en sus territorios, que no es otra cosa que un signo de desgobierno. Ni más ni menos. Los mensajes que en ocasiones nos llegan desde la institucionalidad no solo desconciertan, también son paradigmas del cinismo, cuando no de la incompetencia o de la desconfianza en la autoridad. ¿Alguien sabrá decirnos entonces qué hacer? Porque mientras siguen deshojando la margarita, el crimen se fortalece.
Como otras veces hemos insistido en este mismo espacio, el incontestable avance del crimen organizado que consume a Barranquilla o a Cartagena, como señalan sus mismos ciudadanos, ha desbordado las competencias o capacidades de sus alcaldes. Lo cual no los exime de sus responsabilidades ni justifica sus desaciertos, pero es evidente que el Estado en su conjunto, tanto en el gobierno de Duque como en el arranque del de Petro, le ha fallado a estas capitales, al quedarse corto o limitado para garantizar la seguridad, la paz social o la convivencia de sus habitantes. Sobre todo de quienes se sienten arrinconados por la presencia de estructuras mafiosas, grupos armados o bandas delincuenciales en sus propios entornos, respirándoles en la nuca.
Armados hasta los dientes, porque en este país es más fácil conseguir un arma que un crédito para poner un negocio, cada uno es más peligroso que el anterior.
¿Qué se está haciendo para sacar el armamento que las mafias transnacionales del crimen ingresan al territorio nacional en pago de la droga que aquí producen? o ¿cuáles son las estrategias de seguridad urbana para acabar con la gobernanza criminal que estas organizaciones han impuesto a sangre y fuego? Aquí no se está descubriendo nada nuevo, solo que el temor no deja de crecer.
En el último trimestre, 96,3 % de los cartageneros y 76,2 % de los barranquilleros dijeron sentirse inseguros en sus barrios de noche, mientras el índice nacional fue de 54,6 %. ¡Escandaloso! ¿Qué esperan para actuar? o ¿cuántas muertes más de inocentes tendrán que ocurrir antes de que se ponga freno a esta debacle de seguridad, que también es un fracaso institucional y de la sociedad entera? No hay derecho. Que Samara y Alejandra nos perdonen.
Tomado de : El Heraldo