Mi abuela Lucila
Por: Patricia Berdejo
Tenía yo 14 años, cuando partió mi abuela Lucila. La emotividad y el llanto no asomaron al momento de sus exequias, por fortuna, sin sacerdotes ni los rituales católicos de rigor.
Pidió ser sepultada en los Jardines del Recuerdo, en Barranquilla, porque no soportaría “_el calor asfixiante de una bóveda en Fundación_”; extraña petición que contradecía su pensamiento libre, sin obsesiones malsanas ni consignas religiosas ni atávicas. Los curas, para ella, eran unos farsantes que no aguantaban una requisá de sotana. Años después llegó a mis manos sin saber por qué, un acta de su defunción y decía que era protestante, entiéndase en este caso como no católica ni de ningún otro credo.
Después de una larga estadía en Baltimore, mi madre decidió aterrizar en Fundación y estuve bajo el amparo de la Niña Lucy unos tres años de mi infancia. Era una dama pródiga que compraba las cosas por pares: si las perdía de vista no vacilaba en adquirirlas nuevamente, porque era más jodido y riesgoso buscar y lamentar. Ella me hacía bajar la fiebre vaciándome una botella de alcohol que para aquellas épocas ni afectaba las defensas ni era contraindicado.
Pócimas de hierbasanta en ayunas, baba de guásimo para el cabello, sopitas de ojo de vaca para la anemia, violeta de genciana para las ñoñas de las rodillas y bañitos de “Sanilix” para los uñeros.
Su partida, ya anunciada por los achaques de la diabetes, fue más fuerte de lo que mi corazón de nieta mayor, consentida y muy mimada, podía resistir; mi abuelita materna era sabia, noble, filósofa, recursiva, pragmática, visionaria y hasta poetiza quizá, dueña de un sentido común de los que no vendían por onzas, ni a toneles ni a granel. Mi torrente de lágrimas lo vertía en mi pupitre para que mi madre no lo notara. La ilusión del pastillaje, víspera de mis 15 años, ¡se desmoronó!
Fundación era un pueblo próspero y promisorio, supremamente caluroso. Santandereanos, árabes e italianos gobernaban el comercio y las noches sin luz eran iluminadas por unos cocuyitos o luciérnagas de destellos verdes que no volví a ver nunca más.
Los deberes escolares los hacía a luz de una esperma, como así se les llamaban a las velas, o de una linterna de mechón que funcionaba con gas o petróleo. Si la faena era un poco más dispendiosa o de matemáticas y en hojas cuadriculadas, nos reuníamos en la puerta del Banco Industrial Colombiano, que con su planta eléctrica nos facilitaba la labor de los cuadernos que debían forrarse en papel, protegerse con plástico transparente, rotularse debidamente y hacerles con precisión los márgenes y títulos con lápiz rojo que, inmancablemente eran revisados. Solíamos corregir con un borrador de rayitas blancas con azul o con el caucho de un gotero de algún medicamento, que colocábamos en la parte inferior del lápiz.
Ni recordar el choque tan fuerte que viví cuando mi madre se radicó en Medellín y salté de mi escuela de provincia al Colegio Colombo Británico, un claustro gigante entre El Poblado y Envigado, tiendas de incandescentes y labradas lámparas encandilaban el recorrido matutino. Recuerdo que la rectora y dueña era una inglesa largirucha, macilenta y malgeniada que nos hacía entonar cada mañana el “God Save The Queen”, ¡nojoda!,
sin saber yo que en ese entonces, hacía honores y le rendía tributo a ese esperpento de vieja cruel, canalla, mierda y despiadada.
Comiendo cañandonga, sacando con piedras los coquitos del corozo, haciendo aretes con pepa de guama, comprando bolis hechos con agua sin hervir, atravesando en el Ferry, chupando caña de azúcar, ahuyentando mosquitos con una bomba de Kankil, bordando con la guía de un tambor que templaba la tela, dibujando peregrinas sobre un tierrero, posando para que me fotografiaran montada en un caballito de madera, merendando con un paquete de galletas “Nacional”, tomando Curarina Román como antídoto, vistiendo la blusita que Lucy me mandó a coser para que comiera mamón sin manchar mis vestiditos, cargando mi mochilita escolar tejida a una sola aguja con pita currican y recitándole poemas a la tricolor que hacía torpemente con papel cometa, transcurrieron unos años venturosos y plácidos que seguramente ninguna criatura de ahora vivirá jamás.