Los asesinos de la luna
Por : Gonzalo Restrepo Sánchez
Un monumental Martin Scorsese que a través de un thriller en penumbra sobre la Norteamérica del comienzo de la “Fiebre del oro negro”, nos relata una historia basada en hechos reales cargada de una plegaria sombría, honda y atenuada sobre aquellos seres buenos (el pueblo Osage), y los malos: los bandidos Ernest Burkhart (un Leonardo DiCaprio excelente) y William Hale (Robert de Niro, en la décima colaboración desde que en 1973 se conocieran en “Malas calles”). Al mismo tiempo, el filme muestra el nacimiento del FBI. En la historia, un agente del FBI (un Jesse Plemons para tener en cuenta en los “Oscar”)
Aunque no está de más enfatizar que si el núcleo dramático del filme es ese matrimonio entre Mollie y Ernest, es natural que la puesta en escena se contamine, en el mejor de los sentidos, del latido de lo introspectivo, del valor de la palabra y la mirada, que terminan por asentarse la épica del Western.
En “Los asesinos de la luna”, algo (o mucho) hay de “Shane” (1953), un clásico del Western, en el que se impone el ímpetu de la historia. Una sólida trama que dispone con singular habilidad lo cruel y lo conmovedor. De todas formas, y a mi juicio, Scorsese inicia pues con las premisas del Western, y a partir de la primera hora de proyección, el filme nos seduce, revela y entrevé lo que está por venir. Aquí los resortes del thriller florecen.
Y es que esta trama a través de ese cierta contraposición del antihéroe por concebir una tipificación de individuos moralmente indignos. Por instantes, nos hace olvidar a las víctimas —un aspecto interesante del guion—. Un gesto fílmico que Scorsese maneja muy bien, y que de pronto, asimismo, nos traslada [y reitero] al western, ese género que ayudó a erigir el retrato legendario que los Estados Unidos ostenta de sí mismo, y además, con el designio de descubrir el exterminio que, un grupo minoritario de personas blancas ejecutaron para quedarse con el tesoro de los oriundos de Osage, en tierras de Oklahoma —y que eran puro petróleo—. Todo eso, en pleno periodo dorado de urbanismo y desarrollo.
¡Qué nada! esta detallada y honda historia que nos refiere el maestro —a lo largo de más de tres horas de metraje—, manifiesta una comprensión por la voz de un pueblo comprobadamente silenciado y masacrado. “Killers of the Flower Moon” brinda al espectador por lo tanto, un ejercicio de memoria al olvido misterioso de lo que nos narra la cinta, y no es una aspiración un tanto política. Martin Scorsese aborda su necesidad de contar la historia, a través de una producción gigantesca como un imperativo ético.
No me gustaría terminar mi análisis de este filme, sin hacer una insinuación a Mizoguchi y sus personajes femeninos. Seres completamente depurados y vivos para referirme a Molly —la magnífica Lily Gladstone el corazón de la película de Scorsese—. Santos (1993) afirma que todo el cine de Kenji Mizoguchi despliega “un conflicto clásico entre el giri (las obligaciones contraidas con la familia, la sociedad y el Estado) y el ninjo (o sentimientos personales)” (p. 65). Y Molly es una experiencia de ello.
La cinta (muy norteamericana) mueve sobre todo con su ritmo —medido con la música de Robbie Robertson—, esa brújula con la que el director demanda a los habitantes de las salas de cine a que respire un guion perfecto. Estamos por consiguiente, ante un filme muy personal del maestro Scorsese, logrando darnos una información final a lo acaecido y observado —que no revelaremos para evitar el spoiler.
Como datos cinéfilos bien interesantes, Scorsese congrega a sus dos actores fetiche: DiCaprio y De Niro —ambos con colosales interpretaciones—, al igual que Lily Gladstone. De ellos, observamos cómo se cumplen sus propósitos actorales. También es preciso citar dos créditos importantes: la fotografía de Rodrigo Prieto, y Thelma Schoonmaker en el montaje. Dos elementos para que el filme son un prodigio de síntesis visual y ritmo.
Referencias: SANTOS, Antonio (1993): Kenji Mizoguchi. Madrid. Cátedra.