Crónicas Cuento

“No Soy Su Tía”


Por: Enrique de Luque Palencia

“Tía, tía… yo no soy su tía, soy su mamá, carajo. ¿Cuándo van a entender?”; respondía la modista sentada frente a su máquina de coser. Mientras pedaleaba, ensartaba aguja y disfrazaba las penas, infidelidades y defectos de las mujeres del pueblo para ganarse la vida, afirmaba: “Un buen vestido llevado con altivez esconde todo, incluso las malas costumbres”.

Los llamados de tía resonaban con fuerza en el patio, retumbando en el alma de la modista. Era una respuesta espontánea, cotidiana que exclamaba la señora sin dejar de pedalear, robando una sonrisa al hombre que abanicaba su sombrero, concha de jobo mientras reposaba en la silla de madera forrada en cuero de vaca, tras una jornada laboral que iniciaba temprano con el ordeño de las vacas.

“Nunca lo van a entender”, afirmaba mientras orgullosa miraba a sus gallos de pelea. “¿Cómo no es a ti a quien le duele hasta los dientes al escucharlo?”, replicaba desde su taller de costura la tía. “Supéralo, mujer. El amor vence a la razón y al chismorreo del pueblo. La gente ni habla de eso y tú te has vuelto vieja esperando por algo que no ha de llegar”, decía su esposo con tono consolador.

Eran llamados afectivos que todas las tardes llegaban como un coro musical, un escándalo similar a la algarabía que arman los pericos o loros al atardecer, acomodándose en pareja en los palos de mangos dispuestos a pernoctar retozando con alegría.

Desde el patio se escuchaba el alboroto entre los juegos de los niños, quienes disfrutaban en un espacio inmenso donde cabían los doce hermanos y los diez amigos de la cuadra. Un patio lleno de árboles frutales, una hortaliza, los galpones de los gallos finos, las pesebreras de los caballos, la casa de los seis perros que solo soltaban por la noche, el espacio para los juegos de los niños, canchas para jugar micro fútbol, voleibol y el espacio para jugar al escondite. Todo era controlado por la tía modista desde su taller, ubicado estratégicamente para tener una panorámica de todo lo que ocurría en el patio.

Me siento siempre aquí mirando para allá, porque es la única manera de controlar a la peleara que, bien desobediente si son. No vez cómo me llaman los míos”, afirmaba la modista.

El hombre, atractivo con 1.87 metros de altura, tez morena, ojos azules y cuerpo atlético, amante de la lectura, robaba versos a la musa para dedicarlos a su amada. Vestía con elegancia según la ocasión: para la misa, todo de drill blanco con sombrero estilo cubano; para el trabajo, pantalón de drill color caqui y camisas a cuadros de leñador; y para la jornada laboral, camisas amansa loco. Trabajador incansable, la palabra suya no necesitaba testigos ni notario.

Decidió unir su vida bajo el sagrado sacramento del matrimonio con la hija del inspector de policía del pueblo, un hombre probo y reconocido en toda la región de la depresión del río Grande de la Magdalena. De este feliz matrimonio nacieron cuatro hijos, hasta que una noche les llegó la visita de la muerte, sumergiéndolos en la desolación.

En su soledad, la hermana de la difunta llegó para ayudar a criar a los cuatro hijos del viudo, despertando en ella sentimientos maternales y un deseo profundo de ser madre. Se enfrentó a la picota pública al aceptar lo que el viudo le insinuaba, desatando la sorpresa y los murmullos del pueblo. De esta unión nacieron seis hijos.

“Tía, tía, carajo, no soy su tía, soy su mamá”.

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