Comer pavo
Por: Patricia Berdejo
Ilustración: Allan McDonald
Evidente timidez me acompañó en los albores de mi infancia, pese a que irrumpí del vientre de una dama locuaz, desenvuelta y dueña de una personalidad extrovertida y singular.
Era común, en casa de mi abuela materna (en donde se desenvolvieron algunos de los primeros años de mi niñez) y para su deleite, la llegada de juglares vallenatos pero jamás con contrafondos de bailes, parrandas ni visos de alicoramientos.
Mis austeras participaciones en las “sesiones solemnes” (como se les llamaba a las presentaciones de carácter cultural y ceremoniosas en esa época), obedecían a mis habilidades para leer, declamar o interpretar a cualquier personaje en una improvisada pieza teatral, pero jamás por mi desparpajo ni mis destrezas para “mover el esqueleto”.
El tiempo que se va escapando rápido, a veces sin notarlo ni sentirlo, me citó a mi primer baile de salón, no precisamente para el evento de mis quince primaveras.
Mi tía Alicia salió en bombas de fuego y sin consultarme en busca de mis primeros zapatos de tacón y se encargó de que pudiera estrenarlos con experticia. Mi hermano no dudó en entrenarme para que en corto tiempo yo aprendiera a “echar un pie”, porque de ninguna manera me podía quedar “comiendo pavo”. Confieso que imaginaba que la noche de festín se complementaría con una suculenta cena.
Las advertencias de la conducta que yo debía adoptar se me dictaron de inmediato: Si algún caballero te “saca a bailar”, tú me miras, si yo levanto las cejas es señal de que aceptas la propuesta; si frunzo el ceño, ya sabes que desistes.
Por asuntos de aquellos patrones que en esa época acogí con naturalidad y que hoy los hubiese vislumbrado como una postura machista ( por no decir ‘falocentrista”) que no venía a lugar y con la respectiva anuencia recibida en ese lenguaje de gestos, di mis primeros pasos en el “Club Fundación” con un allegado a la familia que me aventajaba en calendarios pero de entera confianza, al parecer.
El mierdero se armó al día siguiente cuando su señora esposa llegó a casa acusando de “quitamaridos” a una joven incauta que apenas asomaba a la vida social. Por fortuna y la bondad que me concedió el universo en ese entonces, el escándalo no se suscitó ante la presencia de la “société” de aquella provincia infernal.
“Comer pavo”, en el argot costeño, es no ameritar que algún parroquiano te ceda el honor de invitarte a la lujuria que de alguna manera incita el baile en pareja.
¡Definitivamente, más apetecible hubiese sido paladear aquel exquisito manjar y sentirme despreciada que vilmente calumniada!