Recuerdos de Rafael
Por: Luis Carlos Brito Molina
Rafael Brito Fuentes nació siendo agricultor, como generalmente sucede con todos los hijos de familias que nacen en el campo. Vio la luz primera en una pequeña aldea de las afueras de San Juan del Cesar llamada Noguera, un 10 de septiembre de 1915. Por nacer el día de San Nicolás fue bautizado con el nombre completo de Rafael Nicolás. Sus hijos lo llamábamos con cariño “Fen”.
Se pasaba los días mirando las nubes tratando de predecir el próximo aguacero, en estas tierras tan escasas de lluvias. A veces veía el temporal y sentía los truenos por el nororiente y se asomaba ansioso a la puerta: “Parece que está lloviendo pa’ Cañaverales”, decía.
Sus angustias de agricultor las combinaba con el arte de la albañilería, que la aprendió trabajando con el mayor de sus hermanos, José Antonio “Toño” Joiro, que era un hermano medio, fruto del primer matrimonio de su madre Juana Fuentes con un riohachero que tenía el mismo nombre de su hijo: José Antonio Joiro.
Su hermano mayor, que le llevaba 15 años, le enseñó con rigurosidad el arte de pegar ladrillos y pulir paredes. Con el tiempo el alumno superó al maestro y adquirió renombre y participó en la construcción de varios edificios emblemáticos de San Juan del Cesar como la iglesia “San Juan Bautista”, la casa de Sara Brugés y el antiguo colegio “El Carmelo”.
Rafael fue el tercero de los hijos de Juana Fuentes, cuando ésta decidió casarse con Romelías Brito Gámez, en sus segundas nupcias. De esta cochada nacieron, además de mi padre, Paula Brito Fuentes, Luisa Epifanía, Margarita, Víctor e Isabel.
Se enloqueció con una linda villanuevera, que visitaba con cierta frecuencia a San Juan, acompañando a su paisana y amiga Rosa Quintero, que era la novia de Luis Carlos Fuentes, su primo.
Una vez se vinieron a San Juan a la fiesta de San Juan Bautista y se bajaron donde Margot Cuello, la esposa de su hermano “Toño” Joiro. La acompañante de Rosa Quintero no sabía que se estaba metiendo en la guarida del lobo. Era de esperarse que Rafael Brito teniendo una relación tan cercana con su hermano lo visitara frecuentemente. En unas de esas visitas la vio. Desde ese primer día prometió que no descansaría hasta hacerla su esposa. Se llamaba Celinda Molina López.
Rafael cumplió su promesa y se casaron en 1940 en San juan del Cesar. A partir de 1941 empezaron a nacer los retoños de aquel matrimonio. En total tuvieron ocho hijos que en su orden son: María Auxiliadora, Rodrigo, Estela, Rafael Enrique, Luis Carlos, Rubén Darío, Juana Isabel y Jaime Orlando Brito Molina.
Rafael, a pesar de tener posibilidades en la albañilería siempre lo acosaba la idea de la agricultura. El año que decidía que iba a sembrar algodón en tierras ajenas, renunciaba a la idea de coger el palustre. Todo su tiempo lo dedicaba a su cultivo. A nosotros, sus hijos, nos correspondía acompañarlo a los potreros a realizar labores de la siembra: Limpiar, ralear y recoger en diciembre la cosecha de motas blancas de algodón.
La última vez que sembró lo hizo en la región de “Los Ceibotes”, en las tierras de Juan Antonio “Ñoñito” Núñez Orozco. Nos levantábamos a las tres y media de la madrugada, cuando todavía la luna sanjuanera estaba sobre nuestras cabezas y el mismo “mañanero” y las tres “Avemarías” se veían relucientes. Emprendíamos la gran caminata por el camino real, saliendo por donde Isabel Frías que ya estaba levantada y se veía la lumbre de su fogón por los portillos de la cerca. Al pasar él le gritaba ¡Eeeyyyyy!, y ella le contestaba con el mismo monosílabo de amistad. Nos desplazábamos con un paso ligerito para tratar de equiparar las enormes zancadas de Rafael. El olor del humo de su cigarrillo Piel Roja, que nos pegaba en la cara, todavía hoy sigue siendo inconfundible.
Por hacerle caso a su irrenunciable vocación de agricultor perdió la vida. Su hermano mayor, para ayudarlo con el arrendamiento, le ofreció un pedazo de tierra en su finca “La Ceiba”, cercana a la población del Molino, pero tenía que desmontarla a punta de hacha y machete. Estando en esa labor, con su hermano Víctor, se enfrentó a un enorme guayacán que al derribarlo le destrozó el cráneo.
El majestuoso vegetal estaba enredado en la zarza de los árboles vecinos y cayó al lado contrario del boquete que había abierto en su tallo. Lleno de espanto corrió para salvarse pero una rama insensible lo alcanzó huyendo. Cayó boca abajo, con un cachete sobre la hierba, su brazo derecho extendido y abajito de la mano abierta estaba el hacha con que derribó el guayacán que tronchó su vida. La muerte lo sorprendió tanto que se lo llevó sin desayunar. Era una mañana lluviosa del 9 de mayo de 1959. Así se acabó la vida de un hombre bueno, a la temprana edad de 44 años.