El esposo de mamá
Por: Enrique De Luque Palencia
A las cuatro de la tarde, la deformación congénita que tenía en el cerebro logró adelantar el viaje de mi padre a la eternidad. Así inició el relato la mona mientras compartíamos un café, yo en la hamaca y ella en la silla, disfrutando del despertar del día y el adormecimiento de las estrellas.
—¿Cómo así? No entendí —dije.
—Un aneurisma es eso, una deformación de una arteria en el cerebro que, al reventarse, suele ser fatal. A mi papá se le reventó a las cuatro de la tarde en el pueblo donde vivíamos. ¡Mira tú esto! A la misma hora que pasean a los muertos por la calle central, antes de llegar a su última morada material. Murió un mes después, también a las cuatro de la tarde, en el hospital de Cartagena. ¿No te parece una casualidad?
Han pasado ya 40 años y el vacío que me dejó y la responsabilidad que asumí aún viven en mí. Es un compromiso inquebrantable y felizmente aceptado. Quedamos huérfanos de padre y mi mamá viuda de un hombre que nos enseñó que él era el único proveedor y soporte de la familia. No sabíamos hacer nada diferente a estudiar, pasear y celebrar todas las fechas especiales del pueblo y religiosas.
Mi mamá era la dueña, ama y señora de la casa, dedicada a nosotras, que éramos tres mujeres, y a mantener la casa de tal manera que parecía sacada de un cuento de hadas: impecablemente ordenada y decorada hasta el punto de que existían espacios en la mansión con dificultades para circular.
El esposo de mi mamá, amoroso y padre perfecto, al iniciar su viaje hacia la eternidad, nos dejó con una mano adelante y la otra en la nada. Después del entierro y de las palabras de despedida, que en el dolor mi mamá, mis hermanas y yo apenas entendíamos, era tan grande el vacío y tan fuerte el dolor que todas las voces se escuchaban iguales.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? ¿Nos dejaste solas? —preguntaba mi mamá entre llantos y sollozos a mi papá.
Un silencio largo, muy largo y profundo, se apoderó de todos hasta que mi mamá me miró y me dijo:
—Nos vamos del pueblo a la ciudad. A la casa materna, no veo otra solución. Vendamos todo, uno siempre regresa en añoranzas, nostalgias, quimeras, espiritual o material, pero retorna, afirmaba mi madre. La mona miró la taza de café, tomó un sorbo y sus ojos esmeralda se fijaron en lo profundo del asiento de café, como buscando respuesta y sin levantar la mirada dijo:
—Sabes algo, hoy aquí en el calor de mi casa te confieso que siempre me hago la misma pregunta. No sé si fue la mejor opción, pero es que no teníamos poder de decisión. En la casa se hacía lo que mi mamá decía y mi papá, ay mi papá, el proveedor de todo, incluso del amor. Bueno, en fin, maletas, un viaje largo, muy largo. En el camino iban quedando regados los buenos recuerdos, sepultados por el dolor que nos ahogaba, sin esperanza alguna.
Empezamos una nueva vida, a trabajar y a estudiar. Yo tenía 18 años y no me sentía con fuerzas para trabajar, mucho menos para estudiar. Estaba en el limbo, literalmente. El limbo existe y yo estaba ahí. Sabes, hoy que lo veo con más claridad, el cielo, mi cielo, hasta que lo comprendí, era gris, muy gris. Hoy, cuando se encapota, me gusta más que el soleado. ¿Sabes por qué? Porque por muchos años, y cuando te digo muchos, son muchos, el cielo siempre fue oscuro para mí.
—Sabes otra cosa, hoy en el patio de la casa y con el sinsabor del deber no cumplido.
—No hables así —la interrumpo de manera abierta.
—Bueno, eso siento, más que pensar.
Otra vez se sumerge en el fondo de la taza de café buscando las respuestas. Sus ojos vidriosos dejan escapar un rocío de lágrimas que golpean silenciosamente el asiento que está en el fondo de la taza, como borrando la interpretación que la mona intenta darle
Un suspiro largo toma fuerzas y continua
Fíjate, asumí la responsabilidad y lo hice con vehemencia y pasión, creyendo siempre que sería eso. Hoy estoy aquí, como una hermana más, una tía más, una abuela más, una mujer más, una viuda más, cargada de dolor y preguntas sin responder. Yo sigo sin entender a dónde quieres llegar.
—Escucha esto —me dijo con los ojos empañados, no sabía si de orgullo o nostalgia—. La vida es como el río. Te lleva en una sola dirección y si te quieres devolver, la carga es más pesada. Debes nadar a favor de la corriente. Él te lleva a un puerto. Te puedes atascar en un banco de arena o desembocar en la eternidad del mar. Yo estoy esperando llegar al mar. Aún sigo flotando en un río incierto.
La miraba fijamente y la escuchaba sin entender mucho de sus reflexiones. Ella seguía, a veces mirando el fondo del pocillo como queriendo adivinar a través de los residuos de café el futuro, o miraba el cielo gris para que del infinito llovieran las respuestas. Un momento mágico; extasiado, seguía escuchando.
Sin darme cuenta, en menos de tres meses de la trágica hora de las cuatro de la tarde, ya estaba trabajando, y tres meses más tarde, ya estaba estudiando. Mis ingresos los repartía entre mis hermanas, mi mamá y yo. Mi segunda hermana ingresó a la universidad y a trabajar tres años después. Para esa época, fungía yo como cabeza principal de la casa. Me sentaba donde siempre lo hizo mi papá. Ella asumió el rol de coequipera, respetando las órdenes de mi mamá, si, órdenes, ella no era de pedir favores, se hacía en la casa lo que ella decía. Y la más pequeña aún seguía en el colegio. Su dolor fue tan fuerte que borró de su memoria la existencia de mi papá en su vida y se aferró a mi mamá y a mí. Nunca he podido entender eso, pero me explican que el cerebro también se defiende. -Yo menos, es un caso raro, pero bueno iba a hacer una reflexión y me interrumpió, era una tormenta de ideas y recuerdos, como una tormenta ribereña, y continuó.
Todo cambió, más bien se aclaró, el día que se me ocurrió tener novio. El día en que ese bicho me picó, ese de la atracción y el revoloteo de las mariposas, el del sol brillante, el cuerpo sediento y ansioso, el de dormir ilusionado por volverlo a ver y despertar deseando que el reloj se apure para llegar al encuentro. Para mí y para todos.
Antes de eso, ahora que me acuerdo, una vez perdí el empleo. Llegué a la casa, me acosté al lado de mi mamá y comencé a llorar. Ella miró el reloj, a los diez minutos me dijo: “Hija, ya está bueno. Los hombres no lloran, así que levántate y anda a producir. No te puedes permitir ser derrotada porque nos acaban a todo. ¿Vas entendiendo ahora, sí?”
Le dije que no.
—Bueno, no importa. Sigo con lo del novio.
Mi mamá se me acercó, me miró a los ojos y me dijo:
—Sabes algo, hija, tú eres la mayor y no puedes tener novio.
—¿Cómo así, mamá?
—Así como lo escuchaste. Tu responsabilidad y compromiso no te lo permiten. Mira a tu alrededor, este es tu hogar, esta es tu casa, yo soy tu esposa y tus hermanas tus hijas. Aquí los hombres no existen ni se necesitan.
—Ahora entiendo —le dije—. Está todo claro. Somos dos machistas tratando de vivir juntos.